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Continuación de la primera parte que podéis leer aquí.

Aunque, en principio, la enseñanza puede darse en muchos entornos, parece significativo centrarse en la enseñanza en el contexto de la educación formal, es decir, la enseñanza que tiene lugar en escuelas, institutos y universidades. A menudo se sugiere que el objetivo de la enseñanza en estos entornos es que los niños y los jóvenes aprendan, pero esta sugerencia no es suficiente en el caso de la educación.

Además de todas las salvedades ya mencionadas en la entrada anterior sobre el concepto de «aprendizaje», parece razonable sugerir que el objetivo de la educación no puede ser nunca que los estudiantes se limiten a aprender; después de todo, si quieren aprender, no necesitan ir a la escuela, ya que el aprendizaje puede producirse en cualquier lugar. Más bien, el objetivo de la educación es que los estudiantes aprendan algo, que lo aprendan por una razón y que lo aprendan de alguien. 

Dicho de otro modo, la educación nunca trata del aprendizaje «en general» -que, al fin y al cabo, puede ir en cualquier dirección-, sino que siempre plantea cuestiones de contenido (en el sentido más amplio de la palabra), finalidad y relaciones (educativas). Y es aquí donde entra en juego la enseñanza, porque mientras que los alumnos pueden aprender todo tipo de cosas estando en contextos y entornos educativos -incluido, por ejemplo, cómo hacer trampas o cómo aprobar un examen con el mínimo esfuerzo-, es labor de los profesores dirigir la atención de los alumnos, y hacerlo por una razón, es decir, con un propósito concreto en mente.

En otros lugares  el autor ha sugerido que, cuando examinamos la cuestión de la finalidad de la educación de manera más amplia, podemos argumentar que, en realidad, hay tres finalidades (o, como él mismo prefiere: ámbitos de finalidad) que siempre están en juego cuando se imparte educación.

Una razón importante por la que nos dedicamos a la educación y por la que las sociedades invierten cantidades significativas de tiempo y dinero en educación es porque la educación consiste en hacer accesibles a los estudiantes los conocimientos y las capacidades. Podemos referirnos a esto como adquisición de conocimientos, pero quizá sea mejor decir que un propósito importante de la educación es la cualificación, es decir, proporcionar a los estudiantes conocimientos, habilidades y otras cosas que puedan necesitar -como actitudes y disposiciones- para hacer algo. Este «hacer» puede ser bastante específico y preciso, como cualificarse para un trabajo o profesión concretos; pero también puede entenderse de forma más amplia, como la manera en que las escuelas intentan equipar a los niños y jóvenes para su vida en las complejas sociedades modernas. La cualificación no debe confundirse con las titulaciones, es decir, los diplomas y títulos que adquieren los estudiantes, salvo que la obtención de dichas titulaciones es la prueba de que los estudiantes se han cualificado en determinadas áreas o ámbitos.

Algunos sostienen que la cualificación es el único objetivo de la educación, es decir, que la educación consiste únicamente en proporcionar a los niños y jóvenes conocimientos y competencias y ayudarles a adquirir lo que se les proporciona. Quienes sostienen que las escuelas, los institutos y las universidades deberían centrarse únicamente en los conocimientos y las aptitudes, a menudo lo hacen porque les preocupa que cualquier otra cosa lleve a la educación a cuestiones normativas difíciles, y éstas es mejor dejarlas para el contexto familiar o comunitario. Esto puede parecer razonable, pero el problema es que la educación es incapaz de proporcionar a los niños y jóvenes todo el conocimiento disponible – Comenius fue probablemente el último estudioso de la educación que tuvo la esperanza de que la educación pudiera y debiera proporcionar una visión general de todo (véase Comenius, 1658) – por lo que en la educación se produce una inevitable selección. Dicho de otro modo, en todo lo que hacemos en educación presentamos a nuestros alumnos una «selección» particular del mundo y, formulado de forma más positiva, una representación particular del mundo, y la forma en que lo hacemos influye inevitablemente de algún modo en nuestros alumnos. Por lo tanto, las cuestiones normativas son ineludibles, incluso si la educación se limitara al ámbito de los conocimientos y las habilidades.

En la literatura, la (re)presentación del mundo, o la presentación de diferentes representaciones del mundo, se conoce como socialización. La educación como socialización consiste, en otras palabras, en ofrecer a nuestros alumnos una orientación sobre las culturas, tradiciones y prácticas existentes, con la invitación -y en algunos casos la insistencia- de que se sitúen en ellas. En las formas «más fuertes» de socialización, esto puede convertirse en un proceso más bien unidireccional, en el que los educadores ya saben dónde quieren que acaben sus alumnos, qué tipo de identidades quieren que desarrollen y qué tipo de valores y normas quieren que adapten. Esto no es del todo problemático, porque los campos profesionales tienen sus propios valores, normas y estándares -pensemos en el juramento hipocrático en medicina y en códigos de conducta similares en otros campos profesionales- y es importante que quienes quieran formar parte de la profesión se adhieran a ellos. Lo mismo puede decirse del ámbito de la educación para la ciudadanía, en el que pueden desarrollarse sólidos argumentos para sugerir que todo aquel que quiera beneficiarse de los derechos y libertades que una sociedad democrática ofrece a sus ciudadanos, tiene también la responsabilidad de adherirse a sus valores y estructuras legales subyacentes. Pero las cuestiones nunca son fáciles, lo que se hace visible, por ejemplo, cuando pensamos en ámbitos como la educación medioambiental, la educación sexual y sobre las relaciones o la educación antirracista, no sólo porque hay debates en curso sobre cuál es la mejor manera de incluir esos temas en el plan de estudios, sino también porque hay debates en curso sobre si esos temas deberían formar parte del plan de estudios escolar en primer lugar. A pesar de todo, la socialización es un importante segundo ámbito de finalidad de toda educación.

La cuestión aquí, para decirlo brevemente, es si la educación puede y debe enfocar a los alumnos como «objetos» que necesitan ser cualificados y socializados, o si la educación siempre tiene también trabajo que hacer para asegurarse de que los niños y los jóvenes puedan convertirse en sujetos de su propia vida. Se trata en parte de una cuestión muy complicada y profundamente filosófica, pero también de una cuestión muy sencilla que muchos educadores reconocerán de inmediato. Al fin y al cabo, en toda educación queremos asegurarnos de que los alumnos dejen de depender de nuestra ayuda y nuestras aportaciones y lleguen a ser capaces de hacer cosas por sí mismos. Que piensen por sí mismos, que juzguen por sí mismos, que actúen y actúen bien. Una cuestión importante es si los estudiantes deben ser capaces de pensar por sí mismos en todos los ámbitos de la vida o sólo en algunos. Se podría suponer que un mecánico de coches en Corea del Norte debería poder hacer su trabajo de la misma manera que un mecánico de coches en Corea del Sur, pero que hay una gran diferencia en cuanto a su libertad de pensamiento y acción en relación con otros ámbitos de la vida.

Para Gert Biesta la cualificación, la socialización y la subjetivación no son sólo tres fines legítimos de la educación; en cierto sentido, son también tres fines inevitables de toda educación. Al fin y al cabo, en todas las instancias de la educación siempre hay algo que los profesores deben ofrecer a los alumnos y que éstos deben adquirir en su beneficio, ya sean conocimientos, aptitudes, actitudes o una combinación de los tres, y en este sentido la educación siempre tiene una orientación hacia la cualificación. Dado que la cualificación siempre representa el mundo de una manera determinada, siempre se produce también una socialización. Y todo esto también repercute en el alumno como sujeto -también podríamos decir en la condición de sujeto del alumno- para empezar, porque adquirir más conocimientos o destrezas (cualificación) y orientarse en un ámbito o campo concreto (socialización) proporciona a los alumnos mayores posibilidades de pensamiento, juicio y acción, que son, como mínimo, condiciones previas importantes para su existencia como sujeto de su propia vida.

La cuestión de la finalidad de la enseñanza debe distinguirse de la cuestión de los objetivos de la enseñanza. Las finalidades, por decirlo brevemente, tienen que ver con la empresa general de la enseñanza; dan sentido y dirección a todo el «montaje» educativo. En cambio, la cuestión de los objetivos que deben perseguir los profesores se plantea en el plano de los actos de enseñanza. Ya el autor ha planteado bastantes dudas sobre la noción de aprendizaje. No sólo porque los profesores no pueden provocar el aprendizaje, sino también porque la palabra «aprendizaje» en realidad no se refiere a una actividad; no se refiere, en otras palabras, a algo que los alumnos puedan hacer, sino que se entiende mejor como un posible resultado de lo que los alumnos hacen.

Puesto que sólo podemos identificar tales resultados «a posteriori», es decir, cuando miramos atrás y nos damos cuenta de que, con el tiempo, se ha producido algún cambio (deseable o indeseable), no tiene mucho sentido sugerir que la enseñanza debe tener como objetivo el aprendizaje de los alumnos, lo cual es otra razón por la que la expresión «enseñanza y aprendizaje» es poco útil e incluso engañosa. Entonces, ¿qué deben perseguir los actos de enseñanza y, lo que es más importante, qué deben perseguir los profesores en su enseñanza?

Lo que la enseñanza debería perseguir, lo que la intención de la enseñanza debería ser, no es, por tanto, provocar o producir aprendizaje, sino provocar o inducir lo que Fenstermacher sugiere denominar «studenting» o lo que B. Othanel Smith ha sugerido que llamemos «pupiling» (véase Fenstermacher1986, p. 39), es decir, centrarnos en el «trabajo» que esperamos que hagan los estudiantes en lugar de en lo que este «trabajo» puede o no provocar (véase también Prange, 2009). Con este concepto, Fenstermacher es capaz de decir de forma mucho más precisa en qué consiste la enseñanza, a saber, «instruir al alumno en los procedimientos y exigencias del papel de alumno, seleccionar el material que debe aprender, adaptar ese material para que sea adecuado al nivel del alumno, construir las oportunidades más apropiadas para que el alumno acceda al contenido supervisar y evaluar el progreso del alumno, y servir al alumno como una de las principales fuentes de conocimiento y destreza» (Fenstermacher, 1986, pp. 39-40). Al hacer la distinción entre estudiar y aprender, Fenstermacher no sólo introduce un concepto que nos permite decir con mucha más precisión lo que los profesores deben intentar conseguir. También permite identificar con mucha más precisión quién es responsable de qué en la relación educativa y, por tanto, quién puede ser considerado responsable de qué.

La cuestión significativa aquí no es si la enseñanza «funciona» o no -y «funciona» aquí se refiere a la enseñanza como un «factor» causal principal en la «producción» de «resultados de aprendizaje» (ponemos muchos términos entre comillas para destacar que todos son engañosos e inapropiados para Gert Biesta cuando hablamos de educación y enseñanza)- sino cómo funciona la enseñanza, es decir, cómo se produce cualquier conexión entre el trabajo de los profesores y lo que ocurre en el lado de los estudiantes. Una forma útil de abordar esta cuestión es comenzar preguntándose en qué condiciones se produce realmente la causalidad y, a continuación, si se puede suponer de forma realista que esas condiciones también se dan en la educación (para más detalles, véase también esta entrada del blog).

El punto final a decir aquí es que la relación entre la educación y la enseñanza no debe separarse entre sí. No es que en la educación se puedan fijar objetivos primero y encontrar la manera más eficaz de llegar después. Esto se debe a que las formas de avanzar en la educación, de enseñar, de relacionarse con nuestro alumnado, de prestar atención, de incitar al aprendizaje, no son intervenciones más o menos efectivas que se producen a espaldas del alumnado. Al contrario, tienen muy en cuenta a nuestros alumnos y tienen mensajes importantes también para nuestros alumnos. Esto significa que, además de los juicios sobre los fines de nuestra enseñanza, debemos juzgar los juicios sobre cómo tratamos de equilibrar los distintos ámbitos de finalidad. Y este juicio no es sólo técnico, es eficaz o no es alcanzable para conseguir lo que pretendemos, y tampoco moralmente es aceptable moralmente, sino que debe ser educativo, es decir, debe juzgarse según las formas de contribuir o no a nuestras ambiciones generales con nuestra enseñanza. Pero es moralmente inaceptable. El uso de los premios (como pagar el esfuerzo a nuestros alumnos) puede ser eficaz y moralmente aceptable, pero carece de sentido educativo porque trata a los alumnos como objetos y no como sujetos por derecho propio.

Si la enseñanza es arte y, más concretamente, un doble arte, el artesanal y el del saber, entonces es importante que los profesores sigan trabajando en su arte educativo» (véase el término Stenhouse, 1988; Eisner, 2002), es decir, su capacidad para hacer juicios sobre las formas deseables de educar en las nuevas situaciones que siempre encuentran. Porque, por citar a Lawrence Stenhouse, la mejora de la educación no va de mejorar un sistema de enseñanza, [pues] como sistema de transmisión es fundamental el deseo del artista de mejorar su arte (Stenhouse, 1988, p. 50).

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