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En esta breve entrada os traigo un autor diferente: Wiliam Ayers. Es Profesor de Educación en la Universidad de Illinois, donde trabaja mejorando escuelas de pequeño tamaño y en barrios conflictivos. Es un libro que hemos citado en otras entradas y por eso merece la pena traerlo al blog. Su enfoque es diferente: más ético que técnico. Me parece que aporta una variedad saludable en las lecturas que podéis encontrar en Investigación Docente.

Lo primero que nos dice este autor es que la pedagogía y el método no son neutrales, sino que parten de una opción moral del profesorado. La docencia se convierte en una acción ética que puede dirigir hacia la libertad del alumnado, cuando hay un compromiso inquebrantable para llevar a las personas de nuestra clase a una mayor libertad. A lo largo de la entrada, y siguiendo al autor, la moral se refiere a las decisiones individuales y la ética siempre hace referencia a la existencia de una comunidad.

La libertad se define en este contexto como una posibilidad de mirar la realidad con tus propios ojos, encontrar tu lugar y, más importante todavía, saber nombrar tus barreras y límites para, junto con otros, superarlas. La libertad no es sólo un regalo, algo inerte, recibido, aceptado. Siempre es un desafío. No es lo mismo que autonomía, ya que impulsa a actuar más allá de la resignación. Es una fuerza en movimiento: debe ser elegida para ver de manera auténtica y real.

Del mismo modo, la educación nos impele a un conocimiento mayor, y permite a los alumnos y maestros convertirse en personan más conscientemente humanas. Por eso debe empujar a la iniciativa y el coraje, en lugar de a la obediencia y la conformidad. 

Éste es el concepto de educación que nos propone: estamos en un viaje como peregrinos, no turistas. Hay más que leer, escuchar y ver. Más que descubrir. Más que reparar y reconstruir, que crear. Más que hacer.

Las educación siempre sucede en un entorno social, una comunidad o sociedad. Y por eso la escuela implica llevar a los jóvenes a un universo entero de orden social. Así que como educadores debemos abrir los ojos a esto: ¿Cuál es el orden social existente? ¿Cómo garantizamos, defendemos o justificamos el mundo tal y como es? ¿A qué nos oponemos o resistimos? ¿Qué alternativas son posible?

En el aula, trasladamos una ética que es práctica cotidiana. Los principios universales ayudan: “No mientas”. “Practica lo que predicas”. Porque los principios nos animan a mirar críticamente a las cosas tal y como son. Por eso el autor nos invita a una imaginación moral: ¿Cómo se siente la otra persona? Pero ni los principios universales ni la imaginación son suficientes para resolver cada pequeño tema, porque la toma de decisiones siempre implica opciones fundamentales anteriores al que ningún sistema o gurú nos puede dar la respuesta absoluta.

Por ejemplo, si Pepe es un alumno absentista que falta mucho a clase, la pregunta: ¿Ha venido Pepe hoy? puede señalar en el fondo: ¿cuál es su experiencia de la escuela? ¿Qué piensa del grupo y qué necesitaría? Porque al tratar con personas, trabajamos con la tensión entre la realidad y la posibilidad. Hannah Arendt en 1968 decía: “La Educación es el punto en el que decidimos si amamos el mundo lo suficiente para tomar responsabilidad de él”.

En el fondo, el autor nos anima a construir en clase “islas de decencia”. Escucha. Mira a cada persona como un individuo, no como representante de un colectivo. Respeta el silencio. Aprende a vivir con preguntas que no tienen fácil respuesta. Pregunta primero, habla después. Sé consciente de la manera en que empleas las palabras: “nosotros”, “ellos” y “tú”.

Este compromiso implica mirar a los alumnos como personas. Una fuente de información sobre sí mismos. Un ejemplo: en sus años trabajando en escuelas difíciles, nunca escuchó a alguien definirse como persona “en riesgo de”. “Hola, soy Ana y estoy en riesgo de”. Por eso, debemos crear un espacio donde la voz de cada persona tenga valor, sus experiencias admitidas, sus vidas valoradas. Tu lugar está en esta mesa, siéntate con los otros. Este es el lugar donde comprendemos el mundo.

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